"Nadie sabe nada"
Por
Analía Flores Abellán
Psicoanalista
miembro de Colegio Estudios Analíticos
“Nadie sabe nada” es el título de un artículo escrito por John Carlin[1]que,
en el contexto de la crisis provocada por la pandemia de coronavirus, describe
la situación de confusión en la que nos encontramos, no solo cada uno de
nosotros sino también integrantes de la comunidad científica, cada uno con sus
dudas y contradicciones. Menciona el autor, las declaraciones cuasi delirantes
de algunos mandatarios como uno de sus
efectos más resonantes, para finalizar comprobándose mediante su lectura, que
reina un desconcierto general.
Esto me ha llevado a recordar que el
conocimiento es falible, es decir, que se avanza por aproximaciones hacia lo
que la ciencia llama el verdadero conocimiento. Y cada verdad hallada, será con
el tiempo, abandonada por una nueva.
¿Por qué entonces, persiste la creencia en un idealizado status del saber
científico donde habitaría la Verdad con
mayúsculas?
También
resulta esclarecedor, por paradójico, que
habiéndose producido una versión ingenua y poco crítica de la ciencia, existan
ciertos científicos que la desmientan. En
la literatura científica abundan ejemplos. Se cuenta que Sir Isaac
Newton confiesa en una carta dirigida a Robert Hooke: “si he visto más lejos es porque estoy sentado sobre los hombros de
gigantes”, dando pruebas de su
humildad respecto del saber adeudado a otros. Aún hoy, aunque con
ciertas reservas frente a dicha frase, se sigue admitiendo que lo nuevo se
construye a partir del pasado y sus aportes; pero solo en parte, ya que también
la frase: “Cada uno es hijo de su tiempo” remite a ese ver más lejos desde
el lugar y tiempo histórico en que se está. Desafío que hoy la ciencia está
atravesando.
Ese
juego entre pasado y presente, deja ver a
Freud yendo más lejos, más allá
de su tiempo, cuando postula el inconsciente.
Decisión cuyo costo ha sido el de
no pocas zozobras en la comunidad científica a la que como neurólogo
pertenecía. Freud anhelaba la objetividad –como todo científico-, ilusión que
debía al Positivismo como corriente epistemológica imperante, pero aún así e inmerso en ella,
supo que no era posible, porque somos seres de lenguaje; hablamos cada uno en su propia lengua a la
manera de la mítica Torre de Babel, aunque convencionalmente decidamos
coincidir en una que llamamos
científica, empleando este término en su lato sentido, al quedar comprendido
también el lenguaje que sirve para
comunicarnos.
El
campo del inconsciente era para Freud el residuo de ese lenguaje en uso, que no
siempre entendió como el reverso de la vida consciente, su negativo, aunque al
nombrarlo efectivamente con el prefijo “in” quedó cristalizado como lo
no-consciente. Si bien es cierto que en un primer tiempo, Freud creyó que era
posible pasar de un campo a otro, es decir, hacer consciente lo inconsciente,
supo desde sus agudas observaciones clínicas, que había un más allá irresoluble
y resistente a la significación consciente. Es en ese primer tiempo que Freud
perfila la teoría del “trauma”,
acontecimiento por el que entiende que la conquista de la realidad, que
por la época ubica como objetiva y regida por el principio de realidad,
requería un alto costo que producto de la represión, formaría el síntoma como
su retorno y su operación como un fracaso. La neurosis quedaba así descrita.
Jacques Lacan, quien ha sido el mejor lector de Freud, vio
que su maestro avanzaba en sentido contrario de”larvatus prodeo”[2],
legendaria expresión que se traduce por “avanzo enmascarado” escrito por un muy
joven Descartes. Algunos de los exégetas de este filósofo interpretan que
para avanzar, también desde su propio tiempo, debió comunicar su filosofía en dos planos correspondientes al pensamiento
explicitado y al escondido, para evitar la condena de la Iglesia que velaba celosamente sus dogmas.
Freud, en cambio, enfrentando los prejuicios de la época y de su propia
comunidad científica, más que religiosa,
fue más allá de lo que Descartes
aportaba a los fundamentos de la ciencia
moderna; su edificio filosófico dejaba
abierto lo que a manera de un fallido,
retornaría en lo que Descartes no dijo, que su famoso “cogito
cartesiano”, es decir su “pienso, luego
soy” haría emerger el propio campo del inconsciente que Freud postularía tiempo después. Este sorprendente
hallazgo que tiene a Lacan[3] como protagonista, le lleva a enunciar por su lectura de Freud,
el sujeto del inconsciente que escindido del yo, funda el principio de su
división para la doctrina del psicoanálisis. Porque hubo la ciencia moderna, su
creación dejó al descubierto al sujeto de la palabra y del lenguaje, que en
otro terreno, es su correlato. La ciencia,
excluye al sujeto, no por el temor ejercido desde el exterior mediante alguna condena, sino porque ese yo cartesiano, hay que
admitirlo, no sabe lo que piensa. Y
porque si sabe, él mismo encontraría su condena. Tal el mítico Edipo y su
destino en un posible y trágico modo de narrar
el encuentro con la verdad.
Retomando
la frase que ahora hacemos nuestra “nadie
sabe nada” si sonara a escándalo
habría que desdramatizar porque si de la verdad se trata “nadie sabe
nada”; sí se podría admitir que, a
fuerza de converger y convenir en un mismo protocolo, se llegue a describir lo que este virus sea,
pero no lo que es. Newton en la época de su mayor reconocimiento declaró para
asombro de todos “hypotesis non fingo”[4]
afirmando que no hacía hipótesis respecto de una realidad que siempre será
desconocida. Mientras obnubilaba a Kant, se anticipaba a Freud, negándose a entrar en un terreno que no era el suyo.
Entonces,
no habría que fascinarse de un saber que, aún proviniendo de expertos, sigue
siendo parcial y falible; ni enamorarse
con erigir a cualquier “yo” como lugar de un saber depositario de una verdad
que se posee. La verdad es lo que le falta al saber[5],
incluído el científico. A la ciencia la ejercitan sujetos a quienes convendría
adoptar una posición más humilde respecto al conocimiento, siendo también
esperable que hubiera un lugar para la
ética. Una nueva ética, la que rige para
el psicoanálisis, que no se arroga el conocimiento del Bien para cada uno,
tampoco para todos, condición a la que peligrosamente habilita la República
para sus representantes. Evitar correr el riesgo de caer en el apacible e
idealizado campo de las certezas y en su lugar, orientarse por saberes
provisorios y compartidos en un progresivo y lábil consenso que lleve a disipar
la confusión reinante.